Una tristeza enquistada
(Foto: Archivo, El Gráfico)
Mi padre siempre andaba desaliñado o recién curándose las resacas. Eso, exacto. Mi padre era una resaca constante. Nunca fuimos cercanos, sino como dos extraños. Yo iba a buscarlo a la escuela en la que trabajaba y me recibía de una manera distante: ni un abrazo, ningún gesto solidario, sólo unas cuantas palabras del tipo “¿cómo está, mijo?” o “¿qué anda haciendo por acá, mijo?”. Mis respuestas eran las de siempre: “mi mamá dice que no le ha depositado” o algo semejante. “Ah, está bien. Dígale a su madre que mañana se lo deposito”. Pero sólo eran pretextos.
Siempre se tardaba una semana o una quincena, como si tuviera otras prioridades. Lo que yo creo es que le pesaba darnos la pensión alimenticia o quizá sólo era que a Antonio le valía absolutamente madres. Lo que sí tengo muy claro es que mi padre era una resaca constante.
Así lo recuerdo. Nunca fue elegante, ni tenía porte. Lo recuerdo desaliñado, con su barba de tres días y la mirada enrojecida. Parecía como si hubiera pasado una mala noche. Y no creo que se desvelara mordiéndose las uñas, atormentado por los remordimientos de habernos abandonado. No, no lo creo. Lo imagino bebiendo caguamas, tocando la guitarra, evadiéndose de su vida miserable.
Sí, mi padre era un miserable con todas las letras y el significado de la palabra “miserable”. Así lo recuerdo: desaliñado, astroso, inseguro y miserable. Así se veía. Sí, mi padre era una resaca constante, con la cabeza hecha un lío y el alma erizada por los nervios. Se podría suponer que su alcoholismo era su principal problema. Pero no es así: el gran problema de mi jefe era su maldito egoísmo. Sólo así puedo entender que alguien abandone a cuatro hijos. Egoísmo.
Mi padre era una resaca permanente, un egoísmo constante. Mi padre un tipo común y corriente, sin estilo. Nunca convivimos, sólo nos encontramos esporádicamente. Era un extraño, un sinvergüenza, un tacaño recalcitrante, un hombre sin valentía; mi padre era unas cuantas fotografías en el álbum del olvido.
Mi padre era un tipo demasiado ordinario. No tenía mayor gracia, ni algún talento escondido. Tocaba medianamente la guitarra, su voz no era gran cosa. Tampoco leía, ni le gustaba el cine. Jugaba basquetbol, pero no figuraba. Lo único que hacía perfectamente era emborracharse y ser un cretino. También tenía maestría en el arte de escaparse. Primero nos dejó a nosotros, luego a su otra familia. No sé cuántos hijos tuvo aparte de nosotros, tampoco es que me importe. Vagamente recuerdo que cuando éramos niños coincidimos con mi padre en un viaje a Durango, mi tierra natal.
Mi padre y su mujer se quedaban en la casa de la abuela paterna. Y nosotros en casa de un sobrino suyo, donde siempre éramos bien recibidos. Aquella ocasión, mis hermanos y yo nos encontramos a mi tía María, acompañada de unos chamaquitos: “Saluden a sus hermanos”, nos dijo. No le hicimos caso. “Ellos no son mis hermanos”, protestó mi hermana Nadia desde su inocencia. Dimos la vuelta y nos marchamos de allí. Nunca más volvimos a verlos. Igual que a mi padre. Yo no sé qué fue de ellos y tampoco me interesa saberlo.
Lo último que supe es que mi padre vivía con otra mujer, diferente a la anterior y a la que le antecedió. Y que seguía emborrachándose. Lo imagino bebiendo caguamas, invisible en un sillón de la sala, con los ojos enrojecidos y la camisa desabotonada. Lo imagino derrotado, con el corazón como piedra y el riñón maltrecho.
Lo imagino con la sonrisa enviciada de nicotina, con sus 70 años putrefactos y una resaca constante. Mi padre sólo es una fotografía en blanco y negro, con su camisa de manga corta y una sonrisa a medias. Mi padre es una postal envejecida, en la que me habla de sus defectos. Mi padre es un alcohólico desahuciado, una resaca constante, un escalofrío intermitente, un tipo vulgar que decidió borrarnos de su memoria. En cambio, mi madre y mis hermanos son polos opuestos: gente maravillosa con el corazón hecho fuego; personas honestas, generosas y agradecidas con la vida.
Ahora lo entiendo: mi padre fue un accidente fugaz en nuestra vida. Y nosotros salimos ilesos del percance, acaso con algunas secuelas mínimas y dos o tres malos recuerdos. Benditos sean los ángeles que encontramos en el camino. Bendita la vida que vivimos aparte, lejos de la resaca constante que era mi padre. Antonio es un tipo de esos que no recuerdas gratamente. Yo no sé cuántos llorarán en su tumba, ni quiénes lo echarán de menos cuando se muera, pero supongo que tampoco habrá multitudes. Por lo pronto, que no cuenten conmigo, para qué andamos con hipocresías.
Mi padre era, como narra Dante Guerra: “Hollín en el fogón,/ zarzal que hiere,/ dolor que permanece,/ tierra quemada,/ semilla que no germina”. Sí, en definitiva, mi padre es “corazón petrificado,/ punto en la nada,/ tolvanera constante,/ espina clavada,/ leña que no arde,/ humareda que ciega/ y una tristeza enquistada”.