“El mejor regalo navideño, fueron esas embestidas”, por Lulú Petite

Querido diario: El ruido de tus embestidas sonaba como aplausos que tronaban al ritmo de mis gemidos y de tu respiración agitada.

Tus bolas rebotaban contra mi clítoris y tu pubis, tapizado de vello, golpeteaba contra mi vulva, haciendo tu penetración más placentera.

Cuando un hombre sabe cogerte de a perrito, puede ser la sensación más placentera.

— Así; suplicaba, clavando mis nudillos en la sábana, con los ojitos cerrados y las nalgas levantadas, ofreciéndote abierta y empapada mi rajita.

Pasaste tus manos por mis nalgas, abriéndolas más, sin dejar de meterte en mí, de empalarme deliciosamente.

— Sigue; te pedía...

— No pares; lloriqueaba

— ¡Métemela más, más!; gritaba. Yo misma no me reconocía aullándole a un extraño, a ti, que me poseías con furia en esa habitación de motel en la colonia Escandón, donde tantas veces he sido poseída, gozada.

— Dame más; rogaba.

Te clavaste a fondo. Como leyendo mis pensamientos, me apretaste de la cintura y me jalaste hacia tu cuerpo haciendo que tu miembro entrara un poco más en mí, tocara alguna membrana o el botón rojo de una ojiva nuclear, que hizo estallar en mí un orgasmo radiactivo, de ondas expansivas que estremecieron cada célula en mi cuerpo.

Las piernas se me hicieron de gelatina, sentí que mis muslos no me sostenían ya, pero colocaste tu mano varonil bajo mi vientre y sin dejar de moverte, seguiste metiendo y sacando ese trozo de carne envuelto en látex que tanto placer acababa de darme.

El placer continuaba y era tan intenso, que un segundo orgasmo me vino de súbito. Sentí cómo llenabas el látex con tus chorros de leche y me tumbé, rendida.

Miré hacia arriba. Las luces de Navidad parpadeaban en los edificios de enfrente. Sonreí. Qué “regarrote” me acaba de dejar Santa Claus y, por si fuera poco, le cobré.

Hasta el jueves, Lulú Petite