Estuvo en el quirófano durante casi doce horas, luchando contra un tumor cerebral que amenazaba con arrebatar la vida de su paciente. Cuando terminó, se quitó la bata de médico y me escribió un mensaje: “Me urge verte”.
Me recibió con un beso casi tierno, así es él. Se acababa de dar una ducha, así que sólo tenía una toalla en la cintura; se veía exhausto.
Me senté a su lado en el borde de la cama. Suspiró, de alivio, al sentir mis manos sobre su espalda. Se acostó boca abajo y sus músculos tensos poco a poco cedieron bajo la presión de mis dedos.
Le pregunté sobre su día y me contó de la batalla en el quirófano que libró hacía unas horas. Habló de la fragilidad de la existencia, de las vidas que había ayudado a salvar y de las que, a pesar de sus esfuerzos, había perdido.
Le pedí que se volteara boca arriba, mientras me desnudaba. Puse mis tetas en sus labios y comencé a acariciar sus pelotas con suavidad. Entonces, le di un beso erótico, profundo, de esos que encienden hogueras y comencé a masturbarlo.
Su miembro se puso rígido de inmediato. Lo sentí enorme y tibio. Él comenzó a acariciar mi espalda y a pasar, como buen neuro, sus dedos por el camino de mi columna vertebral. Tomé un condón y se lo puse con la boca. Se la estuve chupando un rato, mientras escuchaba sus gemidos suaves.
Luego lo monté despacito, con mis manitas apoyadas en su pecho, metí su miembro entre mis piernas y comencé a moverme con cadencia. Se vino riquísimo, llenando el condón con su semilla. Se lo quité, lo limpié con toallitas húmedas y fui a tirarlo al basurero. Cuando regresé, Joaquín estaba profundamente dormido. Lo merecía.
Hasta el jueves, Lulú Petite