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Pasé a la habitación y puse el bolso en el tocador tratando de disimular lo mucho que me había impresionado ver a un tipo tan guapo abrirme la puerta. Él me tomó por la cintura y acercó su bragueta a mi culo. Sentí su tranca dura rozarme los glúteos y un calambre de calentura me cimbró la médula espinal.
Recorrió con sus nudillos el arco de mi cuello y bajó los dedos por mis hombros removiendo los tirantes de mi vestido. Me besó detrás de la oreja, mientras hábilmente bajaba mi cremallera.
Me dijo al oído cosas entre obscenas y cachondas, mientras sus manos caían hasta llegar a mis muslos. Allí subió mi falda y se puso de rodillas.
Comenzó a lamerme las piernas, luego separó mis nalgas y entre besos y lengüetazos atendió mi sexo paseándose por momentos por partes más prohibidas, que provocaban que me retorciera de placer.
Cuando se levantó, tomó un condón del buró, se lo puso y de un sablazo me ensartó. Sentí su fierro partirme en dos. Se meneó deliciosamente, yo apenas podía mantener el equilibrio entre sus embestidas y su manoseo.
Terminamos en la cama, completamente desnudos, teniendo sexo en tantas posiciones y compartiendo tantas caricias, que fue como ir a un parque de diversiones.
—Hasta la otra —me dijo cuando se despidió, con esa mueca encantadora que dibuja con sus labios.
—Hasta la otra —le contesté, sin saber si me hablaba a mí y se refería a otra ocasión, o le hablaba al motel y se refería a otra chica.
No me importó.
Hasta el jueves, Lulú Petite