Así se hace el amor a los 70 años, sin terminar

Querido diario: Don Arturo ya es grande, su nieta, la mayor, está esperando y pronto lo hará bisabuelo. Cuando lo conocí, me dijo: “Tengo setenta y pico”, aunque me enteré después de que tenía exactamente setenta. No mintió. Tenía setenta años y picaba.

No te miento, a pesar de la edad, tiene un pito hermoso y muy funcional. Eso sí, coge despacito. No es sólo cuestión de energía ni de potencia, creo más bien que, conforme se va ganando edad y experiencia, se aprende que muchas cosas, incluyendo el sexo, se pueden disfrutar mejor si se cocinan lento.

Como enviudó, vive solo, pero casi siempre están con él sus hijos o los nietos; así que solito sólo se queda a la hora de dormir. En algunas de esas desveladas, me llama.

Siempre fue cogelón y ahora que no se le antoja andar buscando romance, me llama a veces para hacernos el amor. Toma un Uber, lo llevan a un motel y allí nos encerramos un par de horas.

A don Arturo le gusta mirarme las piernas. Siempre me pide que vaya con falda corta y tacones. 

Cuando llego, no es de los que quiere de inmediato comenzar a meter mano, primero me pide que camine frente a él, que me dé unas vueltecitas y me devora las piernas con los ojos, las mira detenidamente lamiéndose los labios. 

Cuando me acerco me las acaricia con los nudillos y las va explorando milímetro a milímetro. Le gusta quitarme las medias y lamerme los muslos, las pantorrillas, la entrepierna y, sobre todo, los pies. 

Lo que hace ese hombre con su lengua en mis pies es difícil de describir con palabras, porque las sensaciones lo electrifican todo. Como si se ramificaran sus caricias en pulsos de placer por todo mi cuerpo.

Después me hace el amor despacio. Por eso siempre paga dos horas. Lo suyo no es venirse, a veces no lo logra. Lo suyo es la experiencia.

“Lo bonito de la vida no es llegar al destino, sino disfrutar del camino”, me dice y creo que tiene razón.

Hasta el martes,
Lulú Petite